noviembre 23, 2024

La ciudad ideal (y por tanto imposible), debería convertir su Plaza de Armas en algo superior una sucursal del desaparecido Teatro Blanquita… con todo y los Ángeles Azules.

Por Rafael Cardona

Dentro de cuatro días, la ciudad de México, la urbe más antigua y alguna vez más importante de América, tendrá una nueva administración. Nueva por sustitución; no por solución.

Sería mejor decir un nuevo gobernador (a) pero por uno de esos absurdos de la constitucionalidad mal hecha, se le llama jefe de Gobierno a quien encabeza la cosa pública y alcaldías a sus demarcaciones sin grado municipal.

Lo primero, lo más deseable para esta ciudad cuyas condiciones de enfermedad crónica la hacen en momentos inhabitable, sería comenzar por el principio: una nueva y verdadera constitución y no este amasijo de proclamas utópicas y redentoristas, confeccionado a la trompa talega por los rapaces e improvisados legisladores del PRD y sus colegas de otros partidos. Y eso será imposible.

El revoltijo de los tiempos del PRD –coordinado por el inepto Alejandro Encinas–, así permanecerá por muchos años, con independencia de quién gane las elecciones del domingo.

Sería necesaria, para empezar, una nueva distribución territorial con un distrito administrativo para delimitar un perímetro para los poderes federales y nada más. La actual tendencia morenista haría sencillo definir esta zona porque el único poder futuro será el Ejecutivo (si gana su Ejecutiva).

El nuevo Distrito Federal tendría los límites del Palacio Nacional, con o sin murallas. Dentro podrá haber una representación del Poder Judicial (elegido por Morena) y la oficialía del Poder Legislativo (sometido por Morena, excepto si se logra un milagro y la representación queda equilibrada por la oposición).

La ciudad ideal debería corregir la mala calidad del aire. Y nadie lo va a lograr.

También debería reordenar el comercio ambulante sin espacio para la confiscación de calles enteras y avenidas. Los “toreros” ahora toman la alternativa en Puerto Príncipe, Haití, y la confirman todos los días en el Viaducto o en el subterráneo de la fuente de Petróleos donde se venden galletas, dulces, cacahuates y punteros de rayo láser.

La ciudad ideal (y por tanto imposible), debería tener agua suficiente, plantas de tratamiento y potabilización. El servicio de distribución (temporal) por pipas, debería ser público y gratuito. Las albercas y centros deportivos con alto consumo de agua deberían cerrar hasta en tanto no se duplique el caudal recibido de las fuentes distantes mediante acueductos construidos urgentemente con participación federal.

La ciudad idea (y por tanto imposible), debería contar con un programa serio de limitación urbana. Ni una sola edificación masiva más, ni una plaza gigantesca más. La ciudad ideal debería revertir la tendencia del nocivo bando de aquel provinciano jefe de gobierno cuyo Bando II incentivó la especulación y género no uno sino varios cárteles inmobiliarios en cuya prolija rentabilidad brotaron los centros comerciales y las plazas construidas por las mafias cuyo origen –con la protección del PRD, MORENA, el PAN y el PRI–, todos conocemos a los culpables y en ocasiones, como ésta, los premiamos con el voto porque somos macehuales de nuestra propia historia.

La ciudad ideal debería tener un transporte público (eléctrico), suficiente. Dejar de lado las ocurrencias de teleféricos y abrir avenidas amplias; reacomodar a los habitantes de las zonas altas y peligrosas, limpiar las barrancas, recuperar las presas convertidas ahora basureros.

La ciudad ideal debería cerrar los corralones y retirar las multas “fotocívicas”; olvidarse de las esquinas en escuadra exacta de 90 grados, retirar bolardos, pilones, mojoneras a media banqueta, corraletas indignas; ofrecer facilidades de movilidad a los ciegos o personas con otra discapacidad, comenzando por la nivelación de banquetas anfractuosas, llenas de hoyancos, protuberancias y coladeras destapadas.

La ciudad ideal (y por tanto imposible), debería tener ciclistas (y ciclistos) civilizados. No los imprudentes dueños de la banqueta, la calle y el sentido de la circulación.

La ciudad ideal (y por tanto imposible), debería convertir su Plaza de Armas en algo superior una sucursal del desaparecido Teatro Blanquita… con todo y los Ángeles Azules.

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