El poder para no poder
Por Rafael Cardona
Antes de comenzar con el texto formal de la columna de hoy, casi a manera de epígrafe extendido, quiero reproducir el texto de un tuit de “Alito” Moreno, divulgado el 10 de julio de hace un año. Un año exacto:
“Todo mi respaldo, nuestro apoyo absoluto y solidaridad @MFBeltrones y @sylbeltrones. Sus trayectorias hablan de su enorme amor por México y del servicio que durante años han dado a nuestro país.”
En fin, sigamos con cosas más importantes.
No recuerdo si fue a “El Meme” Garza González o a Don Fidel Velásquez a quien le escuché la obvia frase mexicana sobre la naturaleza del mando presidencial: el poder es para poder. No para no poder.
Esa simpleza, digna del filósofo de Güemes, fue soslayada por Ernesto Zedillo para quien el poder era la capacidad de repudiarlo y entregárselo a otro. Cuando desde la presidencia condenó al PRI a la “sana distancia” entre el partido y la presidencia demostró muchas cosas, entre ellas, su profunda ignorancia de la historia política de México.
Para entender el binomio partido-presidencia y su importancia en el funcionamiento del sistema de equilibrios y la operación del poder, le habría bastado leer siquiera este fragmento de Arnaldo Córdova.
“…Es un paso muy importante en este sentido la organización del partido oficial.
“Y empero, un hecho aceptado, que la historia del maximato se encargó de comprobar, es que el general Calles estaba más preocupado por hacer del partido un instrumento que le permitiera mantener su poder personal, y crear un excelente medio de control y difusión de los poderes de hecho al mando del Ejecutivo, como lo demostró ser el partido oficial desde sus inicios.
“También en este sentido Cárdenas fue el verdadero reformador: la transformación del partido en un efectivo partido de masas, el favor que se dispensó a las organizaciones populares, la formación de la CNC y de la CTM con cuño reformista, la institucionalización del movimiento patronal en las cámaras nacionales de empresarios, significaban la creación de poderes equilibrados y controlables en grado sumo y la reducción del poder personal a la más absoluta impotencia.
“En esas condiciones, el poder presidencial devenía, de la manera más lógica y natural, un poder que derivaba directamente del cargo.
El equilibrio y control de los poderes de hecho llegaban finalmente a coincidir con la función que el puesto del presidente estaba llamado a desempeñar en los términos de la Constitución. Y esto equivale a decir que el poder presidencial se despersonalizaba con una vertiginosa rapidez, que el presidente, con tal independencia de su poder personal, sería siempre y ante cualesquiera circunstancias un presidente fuerte, simplemente por su calidad de presidente, es decir, por el poder de la institución presidencial.
“Por lo demás, la combinación del poder del cargo, las facultades legales del presidente, con los poderes de hecho, implicaba la sustitución de la imposición autoritaria por trato propio de la negociación y la discusión de intereses, sin que se eliminara el recurso a la fuerza para conservar el control…”.
Ninguno de los presidentes en los años del siglo XXI (ya no digamos el último, priista, Enrique Peña), supo lo anterior.
Y si lo columbró alguno, ninguno lo supo usar, ya no digamos los panistas, ignorantes de tomo y lomo los dos. En este sentido, del conocimiento histórico de la política, la excepción visible es Andrés Manuel L.O., quien entiende y extiende el “maximato institucional” a través de Morena, la Secretaría del Bienestar y las Fuerzas Armadas cuyos mandos renovados son hoy un secreto de Estado del cual él no es ajeno.
Por eso mantiene sujeta a la candidata triunfante (no virtual presidenta electa; aquí no hay virtualidad, sólo hay realidad), a quien saca de paseo para imponerle, públicamente la continuación de su agenda de compromisos. Y quien habla de continuidad, habla de lealtad o dependencia. Por gusto o por fuerza.