La moral como negocio político
Por Rafael Cardona.
Un abrazo a Carlos Loret de Mola.
Todos lo vimos como una forma servil de la lisonja cuando en su momento el Doctor Hugo López Gatell, a quien mejor conocemos como “Gatinflas”, incorporó al lenguaje de la epidemiología internacional, el concepto protector de la fuerza moral por cuya potencia los virus de cualquier tipo, cepa, variedad o mutación, anularía y resolvería la capacidad de contagio de las infecciones, lo cual nos hizo suponer un mundo amoral, porque si sólo la potencia de la ética podía contener la transmisión patógena, entonces la humanidad carecía de dicho antídoto, y el mundo amoral había caído víctima de sus excesos en conductas favorecedoras de la expansión pandémica del COVID 19, como se le llamó al mal en un principio, como si volviéramos a Sodoma, Gomorra; Nínive o Babilonia, donde la laxitud de las conductas pecadoras causó hasta la destrucción de pueblos enteros. Pero ahora nos damos cuenta del error.
No se trataba de una forma extrema de lagotear al Gran Timonel de la IV-T, era una interpretación derivada del concepto presidencial sobre sí mismo: la propiedad exclusiva de la ética, el monopolio de la moralidad. Y no sólo suya, también de sus familiares, como podremos explicar más adelante.
La supremacía de la noción personal sobre la ética propia, por encima de la ley general tiene varias diferencias. La primera es hija de la percepción de cada uno, sobre su propia rectitud, tema en el cual la perfección de las motivaciones y los consecuentes resultados siempre forman un elemento en favor de quien se auto analiza y se justifica toda la vida.
Se llama egolatría.
La ley, en cambio, es producto de una obra institucional y un curso jurídico: principia con una iniciativa, después una dictaminación, una discusión inicial y luego un trabajo de análisis, revisión, corrección, modificación y demás, en las Cámaras del Congreso. La ley se hace en grupo y se acepta en sociedad. La nación entera la tiene y se obliga a cumplirla en los términos constitucionales, ya sea en lo esencial o en lo normativo. Es el pacto social fundamental.
Pero todo eso no vale nada cuando alguien se unge a sí mismo como el infalible propietario de LA moral, cuyo ejercicio le viene del pueblo y al pueblo regresa y vive –según nos ha dicho–, en plena conciliación con su conciencia, tranquila y por lo visto dúctil.
Por lo pronto vamos viendo el augusto análisis de la enorme posesión axiológica de nuestro Gran Líder lleno –como el espejo acuático de Narciso–, de condescendencia e indulgencia personal. También un poco de admiración por sí mismo y sus altas virtudes.
Debatía el señor presidente sobre la exposición de una imagen y un número telefónico — datos personales– de una periodista incómoda para él, casi tanto como el inmundo pasquín de Manhattan conocido como New York Times, cuya fama no lo salva de su verdadera naturaleza de inmundicia entintada.
Pero ha violado la ley con esa exposición, le decía la periodista incómoda.
–No, por encima de esa ley está la AUTORIDAD MORAL, la autoridad política. Y yo represento a un país y represento a un pueblo que merece respeto, que no va a venir cualquiera —porque nosotros no somos delincuentes, tenemos AUTORIDAD MORAL— no va a venir cualquier gente que, porque es del New York Times y nos va a poner, nos va a sentar en el banquillo de los acusados. Eso era antes, cuando las autoridades en México permitían que los chantajearan; ahora no. Ahora nos tienen que respetar porque somos autoridad legal, legítimamente constituida, surgida de un movimiento democrático”.
Todo un triunfo de la moral y la autoridad de ella derivada (política, supongo), como la tasa requerida por el hermano incómodo Don Pío (no se miran hace seis años; por algo será), cuyo nombre no se debe banalizar con el piar de los gallináceos menores, sino con el ejercicio de la piedad, pues por eso lo han asumido como propio al menos doce Papas de la Iglesia Católica, con lo cual este caballero recaudador (San Pablo era publicano, lo cual se le parecía), lleva en la piedad de su conducta el nombre en su acta de nacimiento, aunque su propio hermano no lo vea píamente desde hace por lo menos seis años. ¿Será Pío XIII?
El caso de la tasación de su moral dañada por la exhibición de un video en el cual David León (quien con toda maña lo grabó) lo está maiceando con singular alegría y fracasado disimulo, (los pollitos hacen “pío, pío” cuando los maicean con cuidado protector), y en cantidades hasta la fecha no definidas de frecuencia no documentada, pero necesariamente abundante, dado el destino de los dichos dineros, el señor López Obrador pide 200 millones de pesos a Carlos Loret de Mola y otros tantos a Latinus, la agencia informativa y periodística (Ni Trump se tira ese trompo a la uña), para resarcir el daño moral causado por el periodista quien no hizo nada en este asunto, casi como el hijo del señor presidente quien sufrió también la exhibición de su teléfono e indignado y dolido se preguntaba como Vicente Fox, ¿y yo por qué?, yo no tengo vela ninguna en ese entierro.
Pero la moral de Pio XIII vale 400 millones de pesos, lo cual además de hilarante es falso y mendaz. La validez informativa, el impecable trabajo periodístico de Loret, le va a costar (si el absurdo prospera, cosa dudosa hasta para el hermano del hermano incómodo), un platal nunca visto en la vida.
Por un motivo baladí, Humberto Moreira metió en similar enredo a Sergio Aguayo quien ha pasado las de Caín de juzgado en juzgado. Pero así es el periodismo en México: o te matan o te emboscan o te tirotean o te demandan por cifras estratosféricas e imposibles de pagar. Puro abuso de poder.
Son los tiempos estelares de una transformación cuyo segundo piso se prepara con la candidatura de doña Claudia Sheinbaum quien de seguro también heredará, además del cargo y el encargo, la alta moralidad de su guía y benefactor, cuando este se vaya al rancho de todos conocido.
Mientras tanto, Aleluya, aleluya…